No vamos a encontrar a Crispín ni en un mes. Me sacaron a la media noche de mi chocita, dejándome apenas tiempo para hacer mi atadito. El auditorio volvió a estallar en carcajadas. Son como las ranas: cantan y gozan bajo las ardientes caricias del sol, pero, a lo mejor, huyen de él y tornan al charco cenagoso y pestilente. Porque habiendo salido de adentro lo natural era suponer que provieniese de alguno de los dos. ¿La has olvidado, taita Evaristo? Y en esta confesión, que no puede ser más espontánea, ¿no ve usted un bello motivo para que yo recupere toda mi caballerosidad perdida en un rato de entusiasmo de psicólogo diletante? Y ese poder lo había ido sacando poco a poco, pacientemente, de su mírala zahorí y de la boca del rifle de su padre. Basta ya de esta porquería que me corrompe el aliento y deja en mi alma pasividades de indio”. Aunque mujeres así no sean del comer de uno, no por eso va uno a dejar de mirarlas. ��?����g��-2Iu7�v� �g_��~d�C#� �Q$�T��?�IG����� �*#��͛� �4�{Xqi�I��O������?2)� ������y������?��K;�~L�K���}�/�� ��k}�f�� %V{��G���G�������� 촕4�CS��. ¡Ah, ya lo creo! —repitió, con visible ansiedad, la señora de Tordoya—. En cuanto a Juan Maille, a quien el servicio militar arrancara oportunamente de las abruptas soledades de su estancia, no había tenido ocasión de hacer nada digno de su nombre. Y así podrá aguantarme hasta que don Miguel, viendo que ni yo me muero por acá ni la Avelina lo consiente, se canse y me deje salir. Puedes matar huampas al vuelo. —¡Jinete, también! Así lo había hecho con otras que habían sabido resistirse. Y tú sabes también que los nervios son el mayor enemigo del hombre. Su aspecto inspiraba lástima. Pero Aureliano supo componérselas para caer bien. El reproche le cayó sobre el rostro como un chicotazo. Su padre había sido despedazado durante su ausencia, en una hora trágica, entre los rugidos de una población feroz, empeñada en hacerle justicia, y las dentelladas de una jauría famélica. 3:00 p.m. CLAUSURA DE LA IV FILTARMA a Cargo de Guillermo Camahualí (Presidente. Ayer ha recibido usted su semana íntegra. Si no lo haces me sentiré agraviado y entonces mi cuchillo te pedirá estrecha cuenta. Nadie pudo enseñármela. Ha llegado el momento de botarte, de aplicarte el jitarishum. Si lo ves con tu padre, dile quo este favor quo te hago a ti es por cuenta de los que él me prestó cuando yo caballeaba por Chaulán y me perseguían los milicos. —Botarlo de aquí; aplicarle el jitarishum —contestaron a una voz los yayas—, volviendo a quedar mudos e impasibles. Así lo había visto mirar y hablar a don Miguel cuando éste se presentaba en los cañaverales a inspeccionar el trabajo, o en el patio de la hacienda, a la hora del ajuste de los socorros. Los obreros hormigueaban por todas partes, empujando carretillas, halando cables de acero, acarreando haces de herramientas, trasportando cajones, tendiendo tubos de cemento, disparando golpes de comba sobre los remaches añojados de un puentecillo, piqueteando sobre las entrañas de roca viva de una estribación y dándoles las últimas pisoneadas a los senderos del contorno con un mastodóntico rodillo. Aquello era una procesión de mudos bajo un nimbo de recogimiento. Son dos en cada concejo, y deben ser mozos fuertes para imponer sus mandatos con las manos si es preciso. Me basta con el fuete y una caricia a tiempo. —¿No lo sabe usted? ¿Por qué no fue en soles, que es vuestra moneda? GANCHUDO: fascinador, trasmisor del mal de ojo GUAYUNCAS: racimo artificial de maíz en perfolla. ¡Déjame dormir!” Y el insecto impertérrito: ¡Melchor, despierta! Sólo la iglesia y la casa de taita Ramun no tocarán. —¿Has dicho Juan Rabines? Una sarta de diez perlas preciosas, de las que cada una mata con más certeza y rapidez que un tifus exantemático. No había querido faltar a esta especie de cita a la curiosidad departamental. Para igualarte tendría que disparar a la voz, como acabas de hacerlo, y, francamente, fallaría. Lo demás quedóse entre los cactus, las puntas de las rocas y las quijadas insaciables de los perros. A todo se acostumbra el hombre. Esto era lo más grave. —No, señora. —Peor entonces. Atravesamos un patio enorme, en cuyo centro se destacaba, como un obús que apuntara al cielo, la pétrea boca de un pozo, sobre cuyo brocal un desvencijado torno tenía desenroscada, a manera de intestino, toda la longitud de su soga, destrenzada y reseca, y después de cruzar un corral, cuajado de cactos y tomates silvestres, penetramos en una huerta deslumbradora de exuberancia y frondosidad. Y así se quedo por varios días con la cara muy triste. Lo hice estallar tranquilamente, sin remordimiento. El patrón puede mucho, verdad, hace lo que quiere en sus tierras también; pero en Huánuco hay justicia. Nos cobijaremos en las cuevas que dices que hay al otro lado. —Pues que sea él quien cobre lo que le deben a su familia —concluyó con un gesto un poco cínico el campo saliente. La idea fatal comenzó a darle vueltas en el cerebro. ¿No habría en esa afirmación un poquito de presunción, doctor? —gruñó bromeando la mujer de Crisóstomo. Te juro por esta coca que estoy pisando no chacchar nunca más en la vida si no cumplo. —¿Y ha captado usted ya algún motivo? Me interesa no perder de vista el auto que vamos a seguir. El gobernador decía que podíamos dejárselo al alcalde, y el alcalde, que al gobernador. Acaso llorar... Posiblemente hasta caer rendida y suplicante ante una irónica sonrisa mía”. La lana se ha quedado. —Una brutalidad, como todo lo que dice. Y concluyó en estos términos: —Cuando me dejó quise correr adonde nuestro padrino Callata, a contarle todo, pero temí que Leoncio me atajara en el camino y quisiera repetir el trompiezo. Sofrenó a dos manos al poderoso bruto y se desmontó de un salto, mientras una multicolor bandada de palomas caseras, espantada por la brusca aparición, estallaba en vuelos estrepitosos, tejiendo fugaces y concéntricos giros por encima del sucio bermellón de los tejados. ¿Acaso no me acuerdo de lo que me cobraste por traerme de Huánuco dos cajones de petróleo? Mientras la llama se defendía y el zorro atacaba, el alcamare muy instalado en una peña, miraba como el pobre zorro era arrastrado por los piscallos, por los cardones, por los montes y la paja brava. En tres meses no se puede leer en la cara de un hombre como tú. La mujer que se tropieza puede levantarse. ¿Y no sabes tú que yo no era gustoso de que le gustaras a Aureliano? Pueden cogerme y consumirme en la cárcel, o pegarme cuatro tiros, que sería mejor... Una posesión judicial A Ezequiel Aylloint. Los demás que se retiren... —Y la cabeza que te he traído dónde quieres que la pongan? Los hombres y las mujeres de ese universo narrativo actúan como impulsados por los más elementales instintos. Cuantas veces había quedado desairado y corrido. Nuevos cuentos andinos continúa la primera serie (1920) que significó la consagración literaria de su autor. No bebes, no fumas, no te eteromanizas, ni te quedas estático, como cerdo ahíto, bajo las sugestiones diabólicas del opio. En el punto señalado se alzaba, cual un monstruoso vientre encinta, un horno de adobes, lamido y agrietado por las lluvias y el tiempo, del que salían por la boca un par de pies calzados, con las puntas hacia abajo y enteramente inmóviles. En el indio el dolor de dar no está en darse él mismo; está en el desprendimiento o despojo de sus cosas, en ver pasar a ajenas manos el más insignificante producto de su esfuerzo, aún recibiendo en cambio su legítimo valor. Si Puma Jauni abrió cuenta con los Calixtos, que los Calixtos se la cobren. Y si de aquí podía deducirse que esa penumbra de olvido, en que parecía dormir el proceso, no era más que aparente, que tras de aquel montón de papel sellado había un ojo que vigilaba y una voluntad que pedía ¿por qué esas paradas súbitas, por qué ese abandono ilógico, para volver a pedir al año siguiente lo que no había de realizarse por culpa del mismo peticionario? —Es desir, peligroso como pa’temer que lo atajen a uno y lo limpien, no tanto. Nada vale que sea hijo suyo por obra de la ley, de esa ley que sólo él pudo invocar, si ante Dios y los hombres no lo es. El agradecimiento está bueno para los hombres, para los perros. —¡No! No, él no estaba ahí por eso. Nada importa que el indio pase, a su vez, de mero pisante a arrendatario. —Menos yo. Delante de esta hilera de fetiches incaicos, como presidiéndoles, un desmesurado tinajón de chicha, traído de la casa de Huaylas, y una vara clavada, de cuyo extremo superior pendía un jarro de latón. —volvió a interrogar Crisóstomo. Va a sucedernos algo, Juan. Es una prueba para templar los nervios; sobre todo, después de almorzar. —Creías que yo tampoco sabía estas mañas, ¡perro obasino! ¡No tengas, pues, cuidado por mí, ángel de mi guarda! Todos los años lo mismo: dos misas cantadas y una procesión. Entonces una lo toma de la mano derecha y otra de la izquierda, el hombre bailando entre medio de las dos, y bailaron harto rato, hasta que llegá un momento en que el bailarín comienza a cantar: -Anturpaypa cullaquita, huaj lalalin, huaj lalalin, tata mama jauquire, huaj lalalin, huaj lalalin (*)-, y así repetía a cada rato. O algo de aquellos asesinos, que, después de matar, fascinados por la púrpura de la sangre derramada, se quedan junto al muerto hasta que la justicia y el gendarme le tornan a la realidad de su tragedia. Pisagua está muy lejos de aquí, a más de trescientas leguas, al otro lado de estas montañas, al sur... Y se llama puerto porque está al pie del mar. Me levanté presuroso y atisbé. El recurso parecía escrito rabiosamente, como en un rapto de histerismo, o en un instante catastrófico, en que, roto el freno de la cordura, el litigante, vencido, echa a galopar su despecho por las tentadoras llanuras del papel sellado. En las noches lunares su tristeza aumenta hasta reflejarse en el alma del observador y hacerle pensar en el silencio trágico de las cosas. Era Ishaco, que se entretenía en restallar una carabina, apuntándole a un blanco imaginario. Hoy ya no hacemos eso. No había duda alguna: por entre el charco de sangre emergía algo como una mota de pelos, y en opuesto sentido, por entre las junturas de los mal asentados adobes, se entreveían las puntas de unos botines resecos y amarillos. Y la china, medio insinuante, añadió: —Que no me vean llegar sola, que siempre es feo, aunque uno sea pobre... —Allí está Crisóstomo. Y luego, detrás, los regidores, los cuatro campos, el escribano, el capillero, el sacristán y el fiscal, todos seguidos de sus respectivos decuriones, especie de esbirros, altos y musculosos, cuya misión, como la de los perros de presa, es la de coger y atarazar en caso necesario a los que incurren en el enojo de los concejales y de los yayas Pero todo esto resultaba pálido ante el segundo día. Please contact your hosting provider to confirm your origin IP and then make sure the correct IP is listed for your A record in your Cloudflare DNS Settings page. Los Mailles eran gente de presa. —Sí, sí, así dicen todos y después hay que mandar a requisarlos. Ya me explico por qué te tiene a ti medio revolao. Sino porque me vio besando a la Avelina. Me has matado a mi Aureliano porque no te he querido. Para eso te fuiste a la montana a aprender la virtud de esas yerbas y prepararte para hacer un día un buen alcalde. El ama de llaves, libre ya de tan estrafalaria carga, arrebatóle la manta al sacristán y empezó a cubrirse, lo mejor posible, todo aquello que la ligereza de una camisa dejara al descubierto y que había estado provocando a aquél hacía rato, al mismo tiempo que, tiritando, murmuraba, con un dejo de enojo mal fingido: —¡Las cosas en que me mete usted, don Ramón! La señora Linares dejó de reír repentinamente, contrajo el ceño y, con entonación de amargura mal disimulada, se apresuró a responder: —Sí; como hermosa, lo era. —¡Bueno! —¡No creas, cholo zonzo! ¿Qué toda tu cosecha es para mí? Es como el chino. III La promesa del alcalde había puesto en suma tensión los nervios del esmirriado mozo Calixto, más, mucho más de lo que había pasado con los de otro indio cualquiera. Y tu... tu señora es muy amable al darnos el ejemplo. Como no me lo eche a perder a usted alguna mala junta... Chongoyape es peligroso para los mozos como usted, que se las traen cuando se ven con la guitarra en la mano y el bolsillo un poco lleno. —¿Cómo iba yo a saberlo? Se fundaba en que la proposición era una pillería que no podía aceptar sin deshonrar su nombre. Fíjate: el ajenjo, que en la paz le ha hecho a Francia más estragos que Napoleón en la guerra. Son dos hojitas que escaparon de la chaccha devoradora de anoche. —Algo que a ninguno de ustedes le importa: cada uno tiene su procesión por dentro. ¿Por qué no le han aplicado ushanan-jampi? ¿Ser soldado no más? También lo había llevado un poco de entusiasmo novelesco, de rebeldía innata, atávica, transmitida por la sangre de diez generaciones de hombres turbulentos y combativos, indisciplinados y cerriles, eternamente afiebrados de pasión y excitados por el espectáculo de la tragedia. Ante este prodigio de destreza me quedé mudo, estupefacto, cohibido por la sensación de una inferioridad infinita. Huaylas sabe mucho. El zorro observa impaciente el regreso del alcamare y piensa que va a tener buena suerte porque tiene un amigo que le ayudará a cazar. Tuyo, CARLOS TORDOYA.» Y debajo, fecha y dirección. No lo hubiera creído nunca. Ahí estaba mi verdad en la forma de un hombre joven y gentil, lujosamente embatado y cubriendo con su cuerpo la entrada de una puerta a medio abrir. Y, además, al lado del patrón Miguel se aprenden muchas cosas. ¡Patroncito San Pedro, líbranos de San Santiago! Y si no, fíjate en todos nuestros grandes políticos triunfadores. ¿Y por qué no me lo habéis dicho, pedazo de bestias? Pruébala aunque sea una vez, una sola vez. —Dice bien el campo Arbiloa, taita —pronunció resueltamente el joven—. Tú no has ayudado todavía a todas las fiestas que se celebran en el pueblo; ni has desempeñado todas las tesorerías de esas fiestas; ni has intervenido en la distribución de las ceras de los santos, ni sabes cómo se labra esta. ¡Zorro ladrón! Trabajando se pasaban raudos los días. —Pónlo en la banca. Cuatro días después comenzó la persecución de Hilarlo Crispín. Agréguese a esto el egoísmo de una mujer, extrañamente insociable, y se tendrá el cuadro completo del hogar de Julio Zimens. Y sin poder contenerse, concluyó con esta imprudente frase: —¡Qué gusto el que he sentido al decirme que fue usted chasqueado! Habría sido una imperdonable necedad descubrirse. Pero apenas había empezado a saborear el placer de caminar por ella y a sentir extrañas sensaciones en sus pies serranos, cuando, a la vuelta de una curva, un estallido de voces y risotadas le detuvo. El humo sube derecho; buena suerte. Porque no hay ser que se parezca más al hombre que el piojo. Un asalto en el poblado y a medianoche... Un esquinazo.., en cualquier parte, a esas horas en que la ciudad queda en tinieblas y silencio profundo... Todas estas reflexiones bullían en mi mente sin humana explicación. Por la carne era capaz de todo, y aún cuando a la hora de comer no tenía preferencias por ninguna, roja o blanca, cruda o cocida, podrida o fresca, tierna o dura, los trozos crudos y sanguinolentos, acabados de traer del mercado, causábanle como una especie de sádico enternecimiento. ¿Qué perderías con ello?.. endstream —Claro. Más allá la represa del Chancay, con sus compuertas y en el lado opuesto, la hoyada que iba a servir de reservorio, con capacidad de cincuenta millones de metros cúbicos, para la época del estiaje y uno de cuyos costados debía de cerrarse con un muro de acarreo, operación costosa y casi imposible por medio de los brazos; pero que la hidráulica y la mecánica tenían ya resueltos. —¡Cómo! —llegó diciendo un hombre a grandes gritos—. El indio apenas se inmutó. —Irremisiblemente, señora, porque mi mujer es más celosa que una navaja de afeitar. —Bueno. ¡Lástima de palo! Por sus arrugas, por sus pliegues sinuosos y profundos el agua corre y se bifurca, desgranando entre los precipicios y las piedras sus canciones cristalinas y monótonas; rompiendo con la fuerza demoledora de su empuje los obstáculos y lanzando sobre el valle, en los días tempestuosos, olas de fango y remolinos de piedras enormes, que semejan el galope aterrador de una manada de paquidermos enfurecidos... Rondos, por su aspecto, parece uno de esos cerros artificiales y caprichosos que la imaginación de los creyentes levanta en los hogares cristianos en la noche de Navidad. ¿Era posible que la voluntad del hombre sometiera a su poder una cosa tan rebelde a la precisión como el tiro, tan susceptible de escapar al freno del pulso y al cartaboneo del ojo? II La persona que me trajo a Ishaco, un sargento de gendarmes, me dijo: —Ya que no he podido traerle, señor, las pieles de zorro que le prometí, pues la batida no nos ha dejado tiempo para nada, le traigo, en cambio, uno vivo. ¿Qué un Fulano ha amasado su fortuna con el sudor y la sangre de millares de indios? endobj Además, mi lógica no me permitía conciliar un absurdo: el de la relación íntima entre el hombre del recurso y el del fúnebre hallazgo. Nuevos cuentos andinos ePub r1.0 Así me engañó una vez José Illatopa y casi me vacía el vientre. —¿Querría usted, señor juez, oírme unos quince minutos? Cuando el zorro llegó hasta el lugar se puso a gritar muy fuerte -¡Te voy a comer!- y el conejo replica implorando: -No me comas compadrito-, agregando: -Escucha, parece que alguien viene a matarnos, mejor metámosnos rápido al pozo, tu primero y yo después-. —¡Y a destiempo también, picarona! El alcalde ascendió en medio de los vítores de su cortejo, y del redoble de los tambores, yendo a colocarse al pie de la enorme y panzuda vasija de chicha que dos decuriones de su bando acababan de subir. Y al caballo le cambiaron la cabeza con la que ahora tiene, la que ya no se apolillará más porque es de laupi, cortado en buena luna. —Con ésta ya van cinco en un año. En cambio, nada de chacta, ni de chicha, ni de guarapo. Este animal viendo lo que hacia el pájaro se puso a gritar y a insultarlo como loco, pero el picaflor no hacía ni caso. Era, pues, tontería y peligroso callar. —Vamos, le haré a usted la pregunta en otra forma. Los indios, que en las primeras horas de la mañana no habían hecho otra cosa que levantar ligeros parapetos de piedra y agitarse de un lado a otro, batiendo sus banderines blancos y rojos, rastrallando sus hondas y lanzando atronadores gritos, al ver avanzar al enemigo, precipitáronse a su encuentro en oleadas compactas, guiados, como en los días de marcha, por la gran bandera de Aparicio Pomares. Los ojos de Rabines, buscándole el vientre, le apuntaron ahí y la infeliz comenzó a deshacerse y precipitarse junto con el destrozado automóvil, al fondo de la quebrada, convertida en una masa mucilaginosa y sangrienta. RUNTUS: cano SACHA-VACA: tapir. En seguida miró a todas partes, como queriendo descubrir de dónde había partido el disparo, recogió con la otra mano el arma y echó a correr en dirección a unas peñas; pero no habría avanzado diez pasos cuando un segundo tiro le hizo caer y rodar al punto de partida. —Por ser una señora, precisamente. El quirquincho engañando al zorro le dice: -Mi primo está de matrimonio, yo voy a acompañarlo, cuando yo salga de la Iglesia voy a partir con muchos cuetes, y cuando tú escuches la bulla de los cuetes te pones a tocar la guitarra sin mirar de frente, tú tienes que mirar sólo a la guitarra-, y el zorro se quedó bien convencido. —Al tiempo le pido tiempo y el tiempo no me lo da, corno dice el cantar —añadió uno por ahí. ¿Qué te parece, taita? y retando al enemigo, tuve vergüenza de mi pena y me resolví a pelear como ellos. Por eso, precisamente, se había enamorado de ella. Trepando por aquí como gato se puede llegar calladito hasta arriba y divisar lo que hay adentro. Porque, en el fondo, el proceso no era más que esto: lucha de la artería y de la pasión; de la frase mordaz y del derecho hipó sito; lucha pestilente y nauseabunda de dos medio hermanos, cuyo odio había ido dejando por todas las encrucijadas del juicio un reguero de bilis y rencor, disimulado apenas por el manto poco tupido de las formas judiciales. Figúrate que acaba de contarme el percance que le pasó cierta vez en Piura, cuando entusiasmado por la esbeltez y el garbo de una mujer que iba delante de él, una noche que volvía a su casa, le dio la tentación de seguirla. —Piñashcaican, malhumor; cushiscaican, alegría, taita. —Ahora me explico el tono violento del recurso. Pero lo cierto era que los hechos estaban ahí hablándome con elocuencia abrumadora. —exclamó la señora Linares—. Tucto le volvió boca arriba de un puntapié, desenvainó su cuchillo y diestramente le sacó los ojos. Los siete tiros de su browning acribillaron el negro circulito del centro. Y todo esto me dice de ti don Miguel... —¡Mala lengua! —¿Y crees que no podré? Ahí tienes otras cinco botellas que te están mirando y aquí tienes mi revólver. Primero viene entrando una tropa de alpacas; el zorro corre a avisar al puma. No hay arroz ni maíz para el cura. No lo pude impedir. —Ahora vamos a remojar la reconciliación, Culqui, para que no se seque — prorrumpió Huaylas. ¿O se temía algún levantamiento en alguna parte? Lo de siempre: la fantasía popular exagerando y retocando la leyenda del héroe. ¿Era así como esta mujer sabía amar? Esa manera de dejarme, a medio principiar me irritó. ¿Te acuerdas? ¡Cuidado! El peine es, además, bajo, servil, lacayuno; se deja coger por todas las manos y se desliza indistintamente por entre todos los cabellos, desde el más rubio hasta el más negro, desde el más crespo hasta el más lacio, sin protestar, mientras el muy pícaro se va llevando mañosamente el mismo pelo que acaricia. Cuando se habían alejado un poco, el zorro le grita: -Hey, laika amachí, loro sin dientes, cuidadito con cortar mi trenzado-. —¡Qué hermoso es el fuego, Sabelino! —¡Poco! Sobre un caballete de tres palos, que semejaban un goal, una hilera de gallinas, con su sultán en medio comenzaban a desperezarse y a ver cómo aterrizar en busca del cotidiano sustento. ¡Cómo sabía adónde le ajustaba el zapato a todos los peruanos! Me se escapó... Me la enseñaron como mujer de uno de los tenientes de Benel y cuando me preparaba a llevármela como botín, llegó un pelotón de esos bebedores de gasolina del gringo Sutton y me se interpuso cuando ya tenía toda mi batería enfilada. Por más que jalábamos no pudimos sacarlo ni una pulgada. Aquello de los ojos azules como luceros… Una frase de colegiala romántica. No; que os sirva para ser irreductibles en el bien, para que cuando el caso lo exija, sepáis tirar el porvenir, por más valioso que sea, a las plantas de vuestra conciencia y de vuestros principios, porque —oídlo bien— el ideal es lo único que dignifica la vida, y los principios, lo único que salva a los pueblos. —No, no. Era un jinete rojo, que avanzaba dando tajos con una espada descomunal, presidido por una especie de fantasma alto y enhiesto, que, a manera de heraldo, marchaba cabeceando lentamente y haciendo tintinear una campanilla, como un acólito delante del viático. Si yo te doy la mía, te aseguro que no me largaré. Ya estás cerca de tu casa. Pero usted tampoco me negará que mi actitud estaba a la altura de la persona que yo acechaba. —¿Puma de cuatro pies o de dos? ¿No te has batido nunca tú, Riverita? La montaña llueve mucho y comer mal, mi sargento. —De geniecito el mozo, digo, el hombre de la robe de chambre. Derecho. Este mal que nos ha caído es la pulicía del Taita Grande que manda contra la gente sucia”. —Por eso son veinticinco cincuenta por cada misa, taita. Si usted no nos ayuda, don Leoncio, al primero que vamos a botar del pueblo es a usted, por nocivo, por interesado en que este pueblo no progrese. EL ZORRO Y EL GRILLO Dicen que una vez el zorro se paseaba muy tranquilo por las orillas de las chacras, dándoselas de muy importante. Prepárate... Rabines no acabó de girar. ¡Recontra!, que me habéis hecho decir una herejía. ¿Cómo presentarse en su pueblo y volver á cantar, al compás de su guitarra, la famosa copla sin sentirse abrumado de ironía y azotado por la risa zumbona de todos? La Nicolasa no ha dado jamás que decir ni de joven. Y se traen cada blanquha de la jife... Y algunas hasta se vienen solas, al escurito, con pretesto de la vermú. Las piedras, al recibir la rociada del pequeño monstruo, se pulverizaban y se diluían entre cataratas de fango, o saltaban como escupidas por subterráneas fuerzas. ¡Enemigos! Dos demandas, tres reposiciones, seis ofrecimientos de prueba, una apelación, tres excepciones, dos diligencias preparatorias, dos artículos de nulidad y una solicitud de diligencia posesoria, he aquí a lo que se reducía aquella tarde el despacho del escribano Yábar. —Y tú ¿cómo te quedas? Don Ramón que no había perdido una palabra de lo dicho y que en lo de contar y recontar lo hacía más calmosamente que el mayordomo, se apresuró a responder ceñudo y sin levantar la cabeza: —¡Eh! Nec quequam. Pero yo no me largué. Y me parecía ver también en esta conducta un asomo de ferocidad en acecho, algo propio de esas bestias feroces, que, después de devorar su presa hasta saciarse, se tienden a su lado, extendidas las garras, a dormitar. —Sí, ya lo sé. ¡Qué te crees, taita Melecio! Si a los doce o quince años Ishaco hacía tales cosas, ¿de qué no sería capaz a los veinte, a los treinta, cuando ya dueño de su libertas y entregado a sus propios impulsos se echara a correr por las tierras de ambiente corrupto que le vieron nacer? El colmo de la ligereza, disculpable sólo en un provinciano, en razón de ese estado de ojeriza y prejuicio regional con que visitamos Lima siempre. ¿Para qué estaba yo en el mundo entonces? ¡Ah, conque esa que iba ahí era su mujer, la Doralisa, esa que en la mañana hablara tan mimosamente al hombre que iba al lado suyo! El espectáculo, trágico de suyo, a pesar de la frescura primaveral y de la esplendidez meridiana del sol, tenía todas las características de un acontecimiento fatal. Maille sonrió satánicamente, desenvainó el cuchillo, cortó de un tajo la lengua de su victima y se levantó con intención de volver al campanario. Cunce es malo y tira bien. —Con carabina, taita. —Oye, ¿y para qué sirve, en buena cuenta, la paz? —¿Y máquina cose gente también? —Está bien —le respondí, sin mirarle apenas—. Pues no me cerró el paso; no imploró el auxilio del deseo para que viniese a ayudarle a convencerme de la necesidad de no romper con la ley respetable del hábito; no me despertó el recuerdo de las sensaciones experimentadas al lento chacchar de una cosa fresca y jugosa; ni siquiera me agitó el señuelo de una catipa evocadora del porvenir, en las que tantas veces había pensado. —De mi tierra, señor; de Santa Cruz... —Hombre, no sabía que habían Rabines en Santa Cruz. Sin saberlo, aquellos hombres habían hecho su comunión en el altar de la patria. ¡Psh! Por eso en la tarde del día fatal, en tanto que el regocijo popular se difundía por la ciudad y en la plaza pública los corazones de los caballeros destilaban la miel más pura de sus alegrías; y los guerreros, coronados de plumas tropicales, en pelotones compactos, esgrimían sus picas de puntas. —No hay nadie, taita. De buena gana te dejaría estacado bocarriba, para que te remataran los buitres, :_lue eso mereces, pero he ofrecido tu cabeza. Todo el dialogo fue escuchado con el mayor recogimiento. Y, cuando más libre parecía sentirme de la horrible sugestión, una fuerza venida de no sé donde, imperiosa, irresistible, me hizo volver sobre mis pasos, al mismo tiempo que una voz tenue, musitante, comenzó a vaciar sobre la fragua de mis protestas, un chorro inagotable de razonamientos, interrogándose y respondiéndoselo todo. Tendrás que irte donde no volvamos a verte, o me iré yo donde me lleve el diablo. Sergio Gustavo Andrade Sánchez (Coatzacoalcos, Veracruz, 26 de noviembre de 1955) es un cantante, pianista, compositor, arreglista, director de orquesta, productor de discos, escritor, director de cine, y representante artístico, entre ellos de la cantante Gloria Trevi, junto a quien fue acusado, públicamente, de abuso de menores.. Ambos fueron detenidos en Brasil -tras meses de búsqueda . ¿Qué no sabes que también voy por mi hermana? En torno de la casa, pabellones de anémica blancura, establos y corrales enmurados de piedra y cactus, un patio de desmesurada extensión para las tendidas de la coca y del café; hilos y postes telefónicos para recibir las órdenes del amo y enterarle del tiempo y la cosecha; dos matohuasis, un canchón y un hormigueo de algunas centenas de hombres durante el día por los cocales y cafetos. Pero Pomares, que todavía no estaba satisfecho de la ceremonia, una vez que vio a todos en sus puestos, exclamó: —¡Viva el Perú! Y mostrándome al indiecito, añadió: —Ahí donde usted lo ve, señor, tiene su geniecito, pues es nada menos que hijo del famoso Magariño. Aquí es muy difícil presidir los destines de la comunidad, porque un alcalde es entre nosotros como un padre; pero un padre sabio y prudente, capaz de resolver por sí solo lo que los demás no pueden. Ahora levántense todos y bésenla, como la beso yo. No sólo las virtudes salvan a los pueblos sino también los vicios. Y también la mejor oveja del redil de los fieles”. Hay unas que no se pueden decir porque al decirlas ahogan. ¿Cómo iría a encontrar a Tordoya? Y todo, por obra de la coca. Y durante el se preguntaban todos mentalmente: ¿Seria cierto lo que acababan de oír? Una plancha digna de un coro de risas femeninas y de una cencerrada machima. Organizó y manejó militarmente una banda de seis mozos, buscados y escogidos por él entre los licenciados, que tanto abundan en las serranías, llenos de pretensiones traídas del cuartel, poco afectos al cultivo del suelo, deseosos de nuevos goces y descontentos de tener que luchar rudamente para ganarse una alimentación y un vestido, que en la milicia, con un fusil y un poco de marchas y contramarchas, que para ellos era una bicoca, se ganaban fácilmente. Una ciudadela, que sólo la astucia y la sorpresa podían hacerla franqueable. —Mañana hay que decir una misa en acción de gracias por habernos librado el Señor de aquella fiera. ¡Puma Jauni! CHACTA: aguardiente de caña. Pero la tormenta no llegó. Evité mezclarme en las charlas de mis compañeros de viaje, la mayor parte de ellos “made in sierra”, de contener ese inconssiente espíritu de imitación que hay en todo hombre, por culto que sea, cuando se halla en un medio enteramente distinto del suyo. —Va a verte Crispín, taita; no fumes. Luego, cortando sol, sigues y sigues de frente hasta que topas con alturas de Matibamba, y ahí no más, abajito, está la casa de la hacienda con sus eucaliptus, que se divisan desde bien lejos, y más allá, el Huallaga, ¿Qué más?” —Cierto, esa es la ruta para el que no quiere ir por el camino real —murmuró, medio contrariado y reticente, el mayordomo—. —Nada tengo que confesarte. No lo olviden. ¿Para qué?, le respondí yo. Después de un violento forcejeo, en que los huesos crujían y los pechos jadeaban, Maille logró quedar encima de su contendor. La mitad de la fuerza chilena, con su jefe montado a la cabeza, comenzó a escalar el Jactay con resolución. A 523 error means that Cloudflare could not reach your host web server. Ya sé que eres parroquiana de aquella casa. Los ojos de Aureliano le impusieron. —Acabo de confesarme. —exclamé, interrumpiéndole en su siniestro ejercicio. En Lima casi nadie se dedica ya al revólver. Claro es que desde un punto estrictamente legal la afirmación de los vecinos sobre la identidad del cadáver no podía aceptarse como definitiva. Toros y caballos que, más que pastar, parecen lamer las costras de una tierra eczematosa moteada de hongos y líquenes, obstinados en sacarle alguna gota de jugo para completar su mezquino sustento. Y aunque lo juera... Yo traigo a veces po aquí cada flete... L’otro día, sin ir muy lejo, me ocupó un señó que tuve que ayudarle a bajá del carro. Es una de esas tantas inutilidades que la naturaleza ha puesto delante del hombre como para abatir su orgullo o probar su inteligencia. El indio se inmutó arrojando violentamente al suelo el atado que tenía a la espalda, desfigurado el semblante por una mueca rabiosa, se acercó a su mujer hasta casi tocarle el rostro con el suyo y barbotó estas palabras. Mira que si no me lo dices te hago encerrar en el matohuasi y se lo escribo al patrón para que disponga de ti. —Es que Aponte no pasará de las manos del subprefecto, y el subprefecto siempre listo a hacer negocio, o a obedecer recomendaciones del diputado. Abrí los ojos y consulté una vez más mi reloj, y al ver que estaba ya al filo de las cinco y que la puerta de mi espionaje continuaba cerrada, pensé: “¿Y si, a su vez, la pareja que está allí adentro nos estuviera observando? El cholo, haciéndonos un recorte de gallo, pasó por delante y se abrió en vertiginosa carrera hasta perderse de vista, mientras Montes, sofrenando su bestia y volviéndose a mí, murmuraba, no sé si orgulloso de sí mismo o de aquel pedestre espectáculo: —¡Qué rico tipo! Parece abuelito con esas barbas de cabro que te has puesto. Luego clavó en cada uno de los tres guerreros la mirada y convirtióles, junto con sus ejércitos, en tres montañas gigantescas. El indio Nicéforo se santiguó, y después de revisar su arma, empezó a deslizarse en la dirección indicada por Calixto. Como no siempre puede salir a ejercitarse en los animales del campo, se ejercita aquí, para que no se le oxide la puntería y estar lista, por si acaso... quieren invadirnos. De ahí las complacencias de la hija y hasta de la mujer, el odioso sistema de las gabelas y los mandos, que, como una maldición, vienen pesando siempre sobre los hombros del marido y su descendencia masculina. Pero es que en Zimens había un virtuoso científico, ante el que todas las conveniencias desaparecían: era un admirador de la civilización incaica. Moralmente se entiende. —replicó el cura, dándole al indio un tirón de orejas—. Te has portado bien. Aquella faz terrosa y resquebrajada por las inclemencias de las alturas con que llegó a mi casa, fue adquiriendo paulatinamente la tersura y el brillo de un rostro juvenil. Parece que se quedó diciendo: “¡Cómo estos lapones sarnosos han podido más que yo!” —¡A la vieja alcabite dónde la dejaste? Y era una vergüenza también para los representantes del poder público. —No. -¿Cómo que no? ¡Nada tocado, taita! Que no vuelva a verte por aquí y menos en mi camino”. Había combatido la última vez con esta interrogación colgada de los labios, receloso, inquieto, disparando rabiosamente el riñe, esperanzado en el triunfo, más que por sus resultados, por el deseo de volver al lado de ella, aunque fuera por unos días, y poderle desvanecer así la inquietud que comenzaba a torturarle. Creí por un instante que se trataba de un truco, hábilmente preparado por Montes. Usted sabe muy bien, señora como buena limeña, que fue por ahí por donde la vieja ciudad comenzó a remozarse. —¡A bala! ¿Y luego con que contarías tú para responder a todas las obligaciones del cargo desde el instante que salieras elegido? Rabines giró sobre los talones un poco militarmente, y cuando ya se preparaba a salir oyó una voz que decía desde adentro: —Ricardo, ¿no querrías hacer un viajecito a Santa Cruz? Verás que buenmozo vas a quedar con el vestido que te van a coser. Mi perplejidad subió de punto cuando uno de los curiosos, que estaba encima del horno, gritó: —¡Señor Juez, parece que aquí hay un hombre enterrado! —¿Te parece bien trescientos, tata Callata? —Ojalá que así sea, porque si llevas algo adentro no sé lo que vamos a hacer con el intruso. Y cuando más elegantusas y remilgadas, pior. Me voy al Cerro, que allí pagan bien los gringos. Al saltar el indio la cerca del corral de los ganados, se desnucó y los perros lo remataron. Un sarcasmo, una burla, una frase agresiva, acompañada a veces de un golpe brutal, le decían más a su imaginación que lo que le habría hecho entender un libro de mil páginas, o los sermones de cien predicadores. —murmuró la señora de Tordoya, bastante contrariada—. Pero está visto que el malsano pensamiento que me poseía lo que quería desde el primer momento era una verdad a su gusto, a toda costa, aún contra la misma realidad, para no tener después el disgusto de rectificarlo, lo que siempre es desagradable. Un libro hermoso y descarnado, en el que se ve la garra de cuentista, en la plenitud de su humanidad. Echóse a andar presurosa, rectilínea, como si fuera pespuntando la acera con los pies, con más resolución que cuando vino, estirándose la falda por detrás, con esa porfía paradójica con que las mujeres pretenden disimular en ciertos momentos la morbidez de sus caderas, pero sólo consiguiendo hacerlas resaltar. —Déjate de lamentaciones, Cuspinique. Un libro hermoso y descarnado, en el que se ve la garra de cuentista, en la plenitud de su humanidad. El huso no giraba ya entre sus manos como de costumbre y el locro, con el que le esperaba todas las mañanas después del trabajo, no tenía la sazón de otros días. —¿Juras dejar de comer por ellos? Y luego, que no es bueno que se engría. Y todo conseguido sin mayor riesgo, porque donde ponía el ojo... III En lo que Juan Jorge no andaba equivocado, porque su fortuna y bienestar eran fruto de dos factores suyos: el pulso y el ojo.